domingo, 29 de marzo de 2015

Audiotexto 1 Roberto Arlt-Aristocracia de barrio


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La otra mañana he asistido a una escena altamente edificante para la moral de todos los que la contemplaban. Un caballero, en mangas de camiseta y una carga de sueño en los ojos, atraillando a tres párvulos, discutía a grito pelado con una pantalonera, mujercita de pelo erizado y ligera de manos como Mercurio lo era de pies, y digo ligera de manos porque la pantalonera no hacía sino agitar sus puños en torno de las narices del caballero en camiseta. Para amenizar este espectáculo y darle la importancia lírico-sinfónica que necesitaba, acompañaban los interlocutores su discusión de esas palabras que, con mesura, llamamos gruesas, y que forman parte del lenguaje de los cocheros y los motormans irritados. Por fin, el caballero de los ojos somnolientos, agotado su repertorio enérgico, recurrió a este último extremo, que no pudo menos de llamarme la atención. Dijo:
—Usted a mí no me falte el respeto, porque yo soy jubilado.

Es indiscutible que el nuestro es un país de vagos e inútiles, de aspirantes a covachuelistas y de individuos que se pasarían la existencia en una hamaca paraguaya, pues este fenómeno se observa claramente en los comentarios que todas las personas hacen, cuando hablan de un joven que está empleado:
—Ah, tiene un buen puesto. Se jubilará.
A nadie le preocupa si el zángano de marras hará o no fortuna. Lo que le preocupa es esto: que se jubile. De allí el prestigio que tienen en las familias los llamados empleados públicos. Días pasados oía este comentario de boca de una señora:
—Cuando una chica tiene un novio que es empleado de banco, es mejor que si tuviera un cheque de cien mil pesos.
Y es que todo el mundo piensa en la jubilación, y eso es lo que hace que el empleado de banco, o todo empleado con jubilación segura, sea el artículo más codiciado por las familias que tienen menores matrimoniables. Y tanto se ha exagerado esto, que la jubilación ha llegado a constituir casi un título de nobleza leguleya. No hay chupatinta ni ensuciapapeles que no se crea un genio, porque después de haberse pasado veinticinco años haciendo rayas en un librote lo jubilarán. Y las primeras en exagerar los méritos del futuro jubilado son las familias, las chicas que quieren casarse y los padres que se las quieren sacar de encima cuanto antes.
En mi concepto, la mejor patente de inutilidad que puede presentar un individuo es la de ser burócrata; luego viene, fatalmente, la de jubilarse. Hablando en plata, es un tío que no sirve para nada. Si sirviera para algo no se pasaría veinticinco años esperando un sueldo de mala muerte, sino que hubiera hecho fortuna por su cuenta e independientemente de los poderes oficiales. Esto desde el punto de vista más simple y sencillo. Luego viene el otro... el otro que se nos presenta con su medianía absoluta es un individuo que, como un molusco, se ha aferrado a la primera roca que encontró al paso y se quedó medrando mediocremente, sin una aspiración, sin una rebeldía, siempre manso, siempre gris, siempre insignificante. Veinticinco o treinta años de esperar un sueldo sin hacer nada durante los treinta días del mes. Siete mil quinientos días que se ha pasado un fulano haciéndole la guardia a un escritorio, mascullando las mismas frasecitas de encargue; temblando a cada cambio de política; soportándole la bilis a un jefe animal; aburriéndose de escribir siempre las mismas pavadas en el mismo papel de oficio y en el mismo tono pedestre y altisonante. Se necesita paciencia, hambre e inutilidad para llegar a tales extremos. Pero bien lo dice el 'Eclesiastés': "Todo hombre hace de sus vicios una virtud". La jubilación que debía ser la muestra más categórica de la inutilidad de un individuo, se ha convertido, en nuestra época, en la patente de una aristocracia: la aristocracia de los jubilados. Díganmelo a mí... ¡Cuántas veces al entrar a una sala y recibirme una de esas viudas grotescas con moñito de terciopelo al cogote, lo primero que oí fue decirme al enseñarme el retrato patilludo y bigotudo de un sujeto que colgaba de un muro:
—¡Mi difunto esposo, que murió jubilado!
Y lo de jubilado he visto que lo añaden como si fuera un título nobiliario y quisieran decir:
—Mi difunto esposo que murió siendo miembro de la Legión de Honor.
Eso mismo, la jubilación para cierta gente de nuestra ciudad viene a ser como la Legión de Honor, el desiderátum, la culminación de toda una vida de perfecta inutilidad, el broche de oro, como diría el poeta Visillac, de ese vacuo soneto de que se compone la vida del empleado nacional, cuyo único sueño es eso. Sí, ese es el único sueño. Además, el timbre de honor de las familias, el orgullo de las hijas de papá. Y lo curioso es que casi todos los jubilados pertenecen a la Liga Patriótica; casi todos los jubilados sienten horror a la revolución rusa; casi todos los jubilados se enojan cuando oyen decir la frase de Proudhon: "La propiedad es un robo". Constituyen un gremio de Fulanos color de pimienta, gastan bastones con puño de oro, tienen aspecto de suficiencia y cuando hablan del doctor Irigoyen, dicen:
—En hablando de don Hipólito... —y se descubren con una ceremoniosa genuflexión.
En definitiva: la aristocracia de las parroquias está compuesta de la siguiente forma: por empleados jubilados; tenientes coroneles retirados; farmacéuticos y almaceneros que sienten veleidades de políticos y de salvadores del orden social. Por eso el lagañoso caballero de la camiseta, que era un ex escribiente del Registro Civil, con treinta años de servicio, le decía a la pantalonera:
—Usted a mí no me falte el respeto, porque soy jubilado.

 Roberto Arlt-Aristocracia de barrio


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