miércoles, 29 de abril de 2015

Réplica 2

Roland Barthes
El placer del texto



La única pasión de mi vida ha sido el miedo
HOBBES


El placer del texto: tal es el "simulador" (1) de Bacon, quien puede decir: nunca excusarse, nunca explicarse. Nunca niega nada: "Desviaré mi mirada, ésta será en adelante mi única negación".

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Ficción de un individuo (algún M. Teste al revés) que aboliría en sí mismo las barreras, las clases, las exclusiones, no por sincretismo sino por simple desembarazo de ese viejo espectro: la contradicción lógica; que mezclaría todos los lenguajes aunque fuesen considerados incompatibles; que soportaría mudo todas las acusaciones de ilogicismo, de infidelidad; que permanecería impasible delante de la ironía socrática (obligar al otro al supremo oprobio: contradecirse) y el terror legal ( ¡cuántas pruebas penales fundadas sobre una psicología de la unidad!). Este hombre sería la abyección de nuestra sociedad: los tribunales, la escuela, el manicomio, la conversación, harían de él un extranjero: ¿quién sería capaz de soportar la contradicción sin vergüenza? Sin embargo este contra–héroe existe: es el lector de texto en el momento en que toma su placer. En ese momento el viejo mito bíblico cambia de sentido, la confusión de lenguas deja de ser un castigo, el sujeto accede al goce por la cohabitación de los lenguajes que trabajan conjuntamente el texto de placer en una Babel feliz.


(Placer/goce: en realidad, tropiezo, me confundo; terminológicamente esto vacila todavía. De todas maneras habrá siempre un margen de indecisión, la distinción no podrá ser fuente de seguras clasificaciones, el paradigma se deslizará, el sentido será precario, revocable, reversible, el discurso será incompleto.)

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Si leo con placer esta frase, esta historia o esta palabra es porque han sido escritas en el placer (este placer no está en contradicción con las quejas del escritor). Pero ¿y lo contrario? ¿Escribir en el placer, me asegura a mí, escritor, la existencia del placer de mi lector? De ninguna manera. Es preciso que yo busque a ese lector (que lo "rastree") sin saber dónde está. Se crea entonces un espacio de goce. No es la "persona" del otro lo que necesito, es el espacio: la posibilidad de una dialéctica del deseo, de una imprevisión del goce: que las cartas no estén echadas sino que haya juego todavía.


Me presentan un texto, ese texto me aburre, se diría que murmura. El murmullo del texto es nada más que esa espuma del lenguaje que se forma bajo el efecto de una simple necesidad de escritura. Aquí no se está en la perversión sino en la demanda. Escribiendo su texto, el escriba toma un lenguaje de bebé glotón: imperativo, automático, sin afecto, una mínima confusión de clics (esos fonemas lácteos que el maravilloso jesuita van Ginneken ubicaba entre la escritura y el lenguaje): son los movimientos de una succión sin objeto, de una indiferenciada oralidad separada de aquella que produce los placeres de la gastrosofía y del lenguaje. 

Usted se dirige a mí para que yo lo lea, pero yo no soy para usted otra cosa que esa misma apelación; frente a sus ojos no soy el sustituto de nada, no tengo ninguna figura (apenas la de la Madre); no soy para usted ni un cuerpo, ni siquiera un objeto (cosa que me importaría muy poco en tanto no hay en mí un alma que reclama su reconocimiento), sino solamente un campo, un fondo de expansión. 

Finalmente se podría decir que ese texto usted lo ha escrito fuera de todo goce y en conclusión ese texto–murmullo es un texto frígido como lo es toda demanda antes que se forme en ella el deseo, la neurosis.
La neurosis es un mal menor: no en relación a la "salud" sino en relación a ese "imposible" del que hablaba Bataille ("La neurosis es la miedosa aprehensión de un fondo imposible", etc.); pero ese mal menor es el único que permite escribir (y leer). Se acaba por lo tanto en esta paradoja: los textos como los de Bataille –o de otros–que han sido escritos contra la neurosis, desde el seno mismo de la locura, tienen en ellos, si quieren ser leídos, ese poco de neurosis necesario para seducir a sus lectores: estos textos terribles son después de todo textos coquetos.


Todo escritor dirá entonces: loco no puedo, sano no querría, sólo soy siendo neurótico.


El texto que usted escribe debe probarme que me desea. Esa prueba existe: es la escritura. La escritura es esto: la ciencia de los goces del lenguaje, su kamasutra (de esta ciencia no hay más que un tratado: la escritura misma).

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Sade: el placer de la lectura proviene indirectamente de ciertas rupturas (o de ciertos choques): códigos antipáticos (lo noble y lo trivial, por ejemplo) entran en contacto; se crean neologismos pomposos e irrisorios; mensajes pornográficos se moldean en frases tan puras que se las tomaría por ejemplos gramaticales. Como dice la teoría del texto: la lengua es redistribuida. Pero esta redistribución se hace siempre por ruptura. Se trazan dos límites: un límite prudente, conformista, plagiario (se trata de copiar la lengua en su estado canónico tal como ha sido fijada por la escuela, el buen uso, la literatura, la cultura), y otro limite, móvil, vacío (apto para tomar no importa qué contornos) que no es más que el lugar de su efecto: allí donde se entrevé la muerte del lenguaje. Esos dos límites –el compromiso que ponen en escena– son necesarios. Ni la cultura ni su destrucción son eróticos: es la fisura entre una y otra la que se vuelve erótica. 

El placer del texto es similar a ese instante insostenible, imposible, puramente novelesco que el libertino gusta al término de una ardua maquinación haciendo cortar la cuerda que lo tiene suspendido en el momento mismo del goce.


Tal vez haya aquí un medio para evaluar las obras de la modernidad: su valor provendría de su duplicidad, entendiendo por esto que estas obras poseen siempre dos límites. El límite subversivo puede parecer privilegiado porque es el de la violencia, pero no es la violencia la que impresiona al placer, la destrucción no le interesa, lo que quiere es el lugar de una pérdida, es la fisura, la ruptura, la deflación, el fading (2) que se apodera del sujeto en el centro del goce. La cultura vuelve entonces bajo cualquier forma, pero como límite.


Evidentemente sobre todo (es allí donde el límite será más nítido) bajo la forma de una materialidad pura: la lengua, su léxico, su métrica, su prosodia. En Leyes, de Philippe Sollers, todo está atacado, desconstruido : los edificios ideológicos, las solidaridades intelectuales, la separación de los idiomas e incluso la sagrada armazón de la sintaxis (sujeto/predicado): el texto ya no toma por modelo a la frase, a menudo es un poderoso chorro de palabras, una cinta de infralenguaje. Sin embargo todo esto viene a chocar con otro límite: el del metro (decasilábico), de la asonancia, de los neologismos verosímiles, de los ritmos prosódicos, de los trivialismos (por citas). La desconstrucción de la lengua está cortada por el decir político, limitada por la antigua cultura del significante.


En Cobra, de Severo Sarduy (traducida por Sollers y por el autor), (3) la alternancia es la de dos placeres en estado de competencia; el otro límite es la otra felicidad: ¡más y más todavía!, otra palabra más, otra fiesta más. La lengua se reconstruye en otra parte por el flujo apresurado de todos los placeres del lenguaje. ¿En qué otra parte? En el paraíso de las palabras. Es verdaderamente un texto paradisíaco, utópico (sin lugar), una heterología por plenitud: todos los significantes están allí pero ninguno alcanza su finalidad; el autor (el lector) parece decirles: os amo a todos (palabras, giros, frases, adjetivos, rupturas, todos mezclados: los signos y los espejismos de los objetos que ellos representan); una especie de franciscanismo convoca a todas las palabras a hacerse presentes, darse prisa y volver a irse inmediatamente: texto jaspeado, coloreado; estamos colmados por el lenguaje como niños a quienes nada sería negado, reprochado, o peor todavía, "permitido". Es la apuesta de un júbilo continuo, el momento en que por su exceso el placer verbal sofoca y balancea en el goce.


Flaubert: una manera de cortar, de agujerear el discurso sin volverlo insensato.
Es verdad que la retórica conoce las rupturas de construcción (anacoluto) y las rupturas de subordinación (asíndeton), pero por primera vez con Flaubert la ruptura deja de ser excepcional, esporádica, brillante, engastada en la vil materia de un enunciado corriente: no hay lengua más acá de esas figuras (lo que quiere decir, en otro sentido: no existe sino la lengua) ; un asíndeton generalizado se apodera de toda la enunciación de manera que ese discurso tan legible es, clandestinamente, uno de los más enloquecidos que se pueda imaginar: la pequeña moneda lógica está en los intersticios.
He aquí un estado muy sutil, casi insostenible del discurso: la narratividad está descontruida y sin embargo la historia sigue siendo legible: nunca los dos bordes de la fisura han sido sostenidos más netamente, nunca el placer ha sido mejor ofrecido al lector –en tanto existe el gusto de las rupturas vigiladas, de los conformismos enmascarados y de las destrucciones indirectas. y aunque aquí el logro pueda ser remitido a un autor, se añade un placer de performance: la proeza es mantener la mimesis del lenguaje (el lenguaje imitándose a sí mismo), fuente de grandes placeres, de una manera tan radicalmente ambigua (ambigua hasta la raíz) que el texto no cae nunca bajo la buena conciencia (y la mala fe) de la parodia (de la risa castradora, de lo "cómico que hace reír").


¿El lugar más erótico de un cuerpo no es acaso allí donde la vestimenta se abre? En la perversión (que es el régimen del placer textual) no hay "zonas erógenas" (expresión por otra parte bastante inoportuna); es la intermitencia, como bien lo ha dicho el psicoanálisis, la que es erótica: la de la piel que centellea entre dos piezas (el pantalón y el pulóver), entre dos bordes (la camisa entreabierta, el guante y la manga) ; es ese centelleo el que seduce, o mejor: la puesta en escena de una aparición–desaparición.
No se trata aquí del placer del strip–tease corporal o del suspenso narrativo. En uno y otro caso no hay desgarradura, no hay bordes sino un develamiento progresivo: toda la excitación se refugia en la esperanza de ver el sexo (sueño del colegial) o de conocer el fin de la.... historia (satisfacción novelesca). Paradójicamente (en tanto es de consumo masivo), es un placer mucho más intelectual que el otro: placer edípico (desnudar, saber, conocer el origen y el fin) si es verdad que todo relato (todo develamiento de la verdad) es una puesta en escena del Padre (ausente, oculto o hipostasiado ), lo que explicaría la solidaridad de las formas narrativas, las estructuras familiares y de las interdicciones de desnudez –reunidas todas entre nosotros–en el mito de Noé cubierto por sus hijos.


Sin embargo el relato más clásico (una novela de Zola, de Balzac, de Dickens, de Tolstoy) lleva en sí una especie de tmesis debilitada: no lo leemos enteramente con la misma intensidad de lectura, se establece un ritmo audaz poco respetuoso de la integridad del texto; la avidez misma del conocimiento nos arrastra a sobrevolar o a encabalgar ciertos pasajes (presentados como "aburridos") para reencontrar lo más rápido posible los lugares quemantes de la anécdota (que son siempre sus articulaciones: lo que hace avanzar el develamiento del enigma o del destino): saltamos impunemente (nadie nos ve) las descripciones, las explicaciones, las consideraciones, las conversaciones; nos parecemos a un espectador de cabaret que subiendo al escenario apresurara el strip–tease de la bailarina quitándole rápidamente sus vestidos pero siguiendo el orden establecido, es decir: respetando por un lado y precipitando por el otro los episodios del rito (como un sacerdote que tragase su misa). La tmesis, fuente o figura del placer, enfrenta aquí dos límites prosaicos: opone aquello que es útil para el conocimiento del secreto y aquello que no lo es; es una fisura producida por un simple principio de funcionalidad, no se produce en la estructura misma del lenguaje sino solamente en el momento de su consumo; el autor no puede preverla: no puede querer escribir lo que no se leerá. Y sin embargo es el ritmo de lo que se lee y de lo que no se lee aquello que construye el placer de los grandes relatos: ¿se ha leído alguna vez a Proust, Balzac o La guerra y la paz palabra por palabra? (El encanto de Proust: de una lectura a otra no se saltan los mismos pasajes.)


Lo que me gusta en un relato no es directamente su contenido ni su estructura sino más bien las rasgaduras que le impongo a su bella envoltura: corro, salto, levanto la cabeza y vuelvo a sumergirme. Nada que ver con el profundo desgarramiento que el texto de goce imprime al lenguaje mismo y no a la simple temporalidad de su lectura.
Por lo tanto hay dos regímenes de lectura: una va directamente a las articulaciones de la anécdota, considera la extensión del texto, ignora los juegos del lenguaje (si leo a Julio Verne voy rápido: pierdo el discurso, y sin embargo mi lectura no está fascinada por ninguna pérdida verbal, en el sentido que esta palabra puede tener en espeleología); la otra lectura no deja nada: pesa el texto y ligada a él lee, si así puede decirse, con aplicación v ardientemente, atrapa en cada punto del texto el asíndeton que corta los lenguajes, y no la anécdota: no es la extensión (lógica) que la cautiva, el deshojamiento de las verdades sino la superposición de los niveles de la significancia; como en el juego de la mano caliente la excitación no proviene de un apuro por pleitear sino de una especie de estrépito vertical (la verticalidad del lenguaje y de su destrucción); es en el momento en que cada mano (diferente) salta sobre la otra (y no una después de la otra) cuando se produce el agujero y arrastra al sujeto del juego –el sujeto del texto. Pero paradójicamente (en tanto la opinión cree que es suficiente con ir rápido para no aburrirse) esta segunda lectura aplicada (en sentido propio), es la que conviene al texto moderno, al texto–límite.' Leed lentamente, leed todo de una novela de Zola y el libro se caerá de vuestras manos; leed rápido, por citas, un texto moderno y ese texto se vuelve opaco, forcluido 5 a vuestro placer: usted quiere que ocurra algo pero no ocurre nada pues lo que le sucede al lenguaje no le sucede al discurso: lo que "ocurre", aquello que "se va", la fisura de los dos bordes, el intersticio del goce, se produce en el volumen de los lenguajes, en la enunciación y no en la continuación de los enunciados: no devorar, no tragar sino masticar, desmenuzar minuciosamente; para leer a ·los5 autores de hoyes necesario reencontrar el ocio de las antiguas lecturas: ser lectores aristocráticos.

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Si acepto juzgar un texto según el placer no puedo permitirme decir: este es bueno, este otro es malo. Son imposibles entonces los premios, la crítica, pues ésta implica siempre un punto de vista táctico, un uso social y a menudo una garantía imaginaria. No puedo dosificar, imaginar que el texto sea perfectible,
dispuesto a entrar en un juego de predicados normativos: es demasiado esto, no es suficientemente esto otro; el texto (ocurre lo mismo con la voz que canta) no puede arrancarme sino un juicio no adjetivo: ¡es esto! Y todavía más: ¡es esto para mi! Este para mi no es subjetivo ni existencial sino nietszcheano ("... en el fondo es siempre la misma cuestión: ¿ Que significa esto para mí…?)


El brio del texto (sin el cual en suma no hay texto) sería su voluntad de goce: allí mismo donde excede la demanda, sobrepasa el murmullo y trata de desbordar, de forzar la liberación de los adjetivos –que son las puertas del lenguaje por donde lo ideológico y lo imaginario penetran en grandes oleadas.

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Texto de placer: el que contenta, colma, da euforia; proviene de la cultura, no rompe con ella y está ligado a una práctica confortable de la lectura. Texto de goce: el que pone en estado de pérdida, desacomoda (tal vez incluso hasta una forma de aburrimiento), hace vacilar los fundamentos históricos, culturales, psicológicos del lector, la consistencia de sus gustos, de sus valores y de sus recuerdos, pone en crisis su relación con el lenguaje.
Aquel que mantiene los dos textos en su campo y en su mano las riendas del placer y del goce es un sujeto anacrónico pues participa al mismo tiempo y contradictoriamente en el hedonismo profundo de toda cultura (que penetra en él apaciblemente bajo la forma de un arte de vivir del que forman parte los libros antiguos) y en la destrucción de esa cultura: goza simultáneamente de la consistencia de su yo (es su placer) y de la búsqueda de su pérdida (es su goce). Es un sujeto dos veces escindido, dos veces perverso.

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Sociedad de Amigos del Texto: sus miembros no tendrían en común (pues no hay forzosamente acuerdo sobre los textos de placer), más que sus enemigos: inoportunos de toda especie que decretan la forclusión del texto y de su placer, sea por conformismo cultural, por racionalismo intransigente (sospechando una "mística" de la literatura), sea por moralismo político, sea por crítica del significante, sea por pragmatismo imbécil, sea por frivolidad burlona, sea por destrucción del discurso, pérdida del deseo verbal. Tal sociedad no tendría ubicación, no podría moverse más que en plena atopía; sin embargo sería una especie de falansterio pues en él serían reconocidas las contradicciones (y por lo tanto se restringirían los riesgos de impostura ideológica), la diferencia observada y el conflicto quedaría marcado de insignificancia (siendo improductor de placer) .


"Que la diferencia se deslice subrepticiamente hacia el lugar del conflicto." La diferencia no es lo que oculta o edulcora el conflicto: se conquista sobre el conflicto, está más allá y a su lado. El conflicto no sería otra cosa que el estado moral de la diferencia; cada vez (y esto se vuelve frecuente) que no es táctico (encarando transformar una situación real) se puede señalar en él la frustración del goce, el fracaso de una perversión que se aplasta bajo su propio código y no sabe ya inventarse: el conflicto siempre está codificado, la agresión es el más gastado de los lenguajes. Cuando rechazo la violencia rechazo el código que la impone (en el texto de Sade, fuera de todo código puesto que inventa continuamente el suyo propio y único, no hay conflictos: sólo triunfos). Gusto el texto porque es para mí ese espacio raro del lenguaje en el que toda "escena" (en el sentido doméstico, conyugal del término) toda logomaquia está ausente. El texto no es nunca un "diálogo": ningún riesgo de simulación, de agresión, de chantaje, ninguna rivalidad de idiolectos; el texto instituye en el seno de la relación humana –corriente–una especie de islote, manifiesta la naturaleza asocial del placer (sólo el ocio es social), hace entrever la verdad escandalosa del goce: que aboliendo todo imaginario verbal pueda ser neutro.

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Sobre la escena del texto no hay rampa: no hay detrás del texto alguien activo (el escritor), ni delante alguien pasivo (el lector); no hay un sujeto y un objeto. El texto perime las actitudes gramaticales: es el ojo indiferenciado del que habla un autor excesivo (Angelus Silesius): "El ojo por el que veo a Dios es el mismo ojo por el que Dios me ve."


Parece que los eruditos árabes hablando del texto emplean esta expresión admirable: el cuerpo cierto. ¿Qué cuerpo? puesto que tenemos varios: el cuerpo de los anatomistas y de los fisiólogos, el que ve o del que habla la ciencia: es el texto de los gramáticos, de los críticos, de los comentadores, de los filólogos (es el feno–texto). Pero también tenemos un cuerpo de goce hecho únicamente de relaciones eróticas sin ninguna relación con el primero: es otra división, otra denominación.
Con el texto ocurre lo mismo: no es más que la lista abierta de los fuegos del lenguaje (fuegos vivientes, luces intermitentes, rasgos ubicuos dispuestos en el texto como semillas y que para nosotros reemplazan ventajosamente los "semina aeternitatis", los "zopyra", las nociones comunes, las asunciones fundamentales de la antigua filosofía). El texto tiene una forma humana: ¿es una figura, un anagrama del cuerpo? Sí, pero de nuestro cuerpo erótico. El placer del texto sería irreductible a su funcionamiento gramatical (feno–textual) como el placer del cuerpo es irreductible a la necesidad fisiológica.
El placer del texto es ese momento en que mi cuerpo comienza a seguir sus propias ideas –pues mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo.

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¿Cómo obtener placer en un placer relatado (aburrimiento de los relatos de sueños, de los relatos parcelados)? ¿Cómo leer la crítica? Una sola posibilidad: puesto que en este caso soy un lector en segundo grado es necesario desplazar mi posición: en lugar de aceptar ser el confidente de ese placer crítico –medio seguro para no lograrlo– puedo, por el contrario, volverme su "voyeur”: (6) observo clandestinamente el placer del otro, entro en la perversión; ante mis ojos el comentario se vuelve entonces un texto , una ficción , una envoltura fisurada. Perversidad del escritor (su placer de escribir no tiene función); doble y triple perversidad del crítico y de su lector; y así al infinito.


Un texto sobre el placer sólo puede ser corto (así como se dice: ¿eso es todo? es un poco corto) porque el placer únicamente se deja decir en forma indirecta a través de una reivindicación (yo tengo derecho al placer), y por lo tanto no se puede salir de una dialéctica breve, en dos tiempos: el tiempo de la doxa, de la opinión, y el de la paradoxa, de la contestación. Falta un tercer término distinto del placer y de su censura: ese término está postergado para más tarde, y en tanto se sujete al nombre mismo del "placer", todo texto sobre el placer será siempre dilatorio: será siempre una introducción a aquello que no se escribirá jamás. En forma similar a esas producciones del arte contemporáneo que agotan su necesidad inmediatamente después de ser vistas (puesto que verlas es comprender inmediatamente la finalidad destructiva con la que están expuestas: no hay en ellas ninguna duración contemplativa o deleitable), esta introducción sólo podría repetirse sin introducir nunca a nada.

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El placer del texto no es forzosamente un placer de tipo triunfante, heroico, musculoso. Ninguna necesidad de cimbrearse. Mi placer puede tornar muy bien la forma de una deriva. (7) La deriva adviene cada vez que no respeto el todo, y que a fuerza de parecer arrastrado aquí y allá al capricho de las ilusiones, seducciones e intimidaciones de lenguaje corno un corcho sobre una ola, permanezco inmóvil haciendo eje sobre el goce intratable que me liga al texto (al mundo). Hay deriva cada vez que el lenguaje social, el sociolecto, me abandona (como se dice: me abandonan las fuerzas). Por eso otro nombre de la deriva sería lo Intratable –o incluso la Necedad.
Sin embargo, si se la alcanzara, decir la deriva sería hoy un discurso suicida.

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Placer del texto, texto de placer: estas expresiones son ambiguas porque no hay una palabra francesa para cubrir simultáneamente el placer (la satisfacción) y el goce (la desaparición). El "placer" es aquí (y sin poder prevenir) extensivo al goce tanto como le es opuesto. Por lo tanto debo acomodarme a esta ambigüedad, pues, por una parte, tengo necesidad de un "placer" general cada vez que es necesario referirme a un exceso del texto, a lo que en él excede toda función (social) y todo funcionamiento (estructural); y por otra, tengo necesidad de un "placer" particular, simple parte del Todo–placer, cada vez que necesito distinguir la euforia, el colmo, el confort (sentimiento de completud donde penetra libremente la cultura), del sacudimiento, del temblor, de la pérdida propios del goce. Estoy obligado a esta ambigüedad porque no puedo depurar a la palabra "placer" de los sentidos que ocasionalmente no necesito: no puedo impedir que en francés "placer" reenvíe simultáneamente a una generalidad ("principios de placer") ya una miniaturización ("Los tontos están en la tierra para nuestros pequeños placeres"). Por lo tanto estoy obligado a dejar que el enunciado de mi texto se deslice en la contradicción.


¿Será el placer un goce reducido? ¿Será el goce un placer intenso? ¿Será el placer nada más que un goce debilitado, aceptado y desviado a través de un escalonamiento de conciliaciones? ¿Será el goce un placer brutal, inmediato (sin mediación)? De la respuesta (sí o no) depende la manera en que narraremos la historia de nuestra modernidad. Pues si digo que entre el placer y el goce no hay más que una diferencia de grado digo también que la historia ha sido pacificada: el texto de goce no sería más que el desarrollo lógico orgánico, histórico, del texto de placer, la vanguardia es la forma progresiva, emancipada, de la cultura pasada: el hoy sale del ayer, Robbe–Grillet está ya en Flaubert, Sollers, en Rabelais, todo Nicolás de Stael en dos centímetros cuadrados de Cézanne. Pero si por el contrario creo que el placer y el goce son fuerzas paralelas que no pueden encontrarse y que entre ellas hay algo más que un combate, una incomunicación, entonces tengo que pensar que la historia, nuestra historia, no es pacífica, ni siquiera tal vez inteligente y que el texto de goce surge en ella siempre bajo la forma de un escándalo (de una falta de equilibrio), que es siempre la traza de un corte, de una afirmación (y no de un desarrollo) y que el sujeto de esta historia (ese sujeto que soy entre otros) lejos de poder apaciguarse llevando frontalmente el gusto de obras antiguas y el sostén de obras modernas en un bello movimiento dialéctico de síntesis, es una "contradicción viviente": un sujeto dividido que goza simultáneamente a través del texto de la consistencia de su yo y de su caída.


Por otra parte, proveniente del psicoanálisis, tenemos un medio indirecto de fundar la oposición entre texto de placer y texto de goce: el placer es decible, el goce no lo es.
El goce es in–decible, inter–dicto. Remito a Lacan ("Lo que hay que reconocer es que el goce corno tal está inter–dicto a quien habla, o más aún que no puede ser dicho sino entre líneas") y a Leclaire ("... el que dice, por lo que dice se prohíbe el goce, o correlativamente, el que goza desvanece toda letra –y todo dicho posible–en lo absoluto de la anulación que celebra").
El escritor de placer (y su lector) acepta la letra, renunciando al goce tiene el derecho y el poder de decirlo: la letra es su placer, está obsesionado por ella, como lo están todos los que aman el lenguaje (no la palabra): los logófilos, escritores, corresponsales, lingüistas; es por lo tanto posible hablar de los textos de placer (aquellos que no ofrecen ningún debate con la anulación del goce): la critica se ejerce siempre sobre textos de placer, nunca sobre textos de goce: Flaubert, Proust, Stendhal son comentados inagotablemente; la crítica dice entonces el goce vano de] texto tutor, el goce pasado o futuro: tienen que leer, yo he leído: la crítica es siempre histórica o prospectiva: el presente constativo, la presentación del goce le está prohibida, su materia predilecta es la cultura que es todo en nosotros salvo nuestro presente.
Con el escritor de goce (y su lector) comienza el texto insostenible, el texto imposible. Ese texto está fuera del placer, fuera de la crítica, salvo que sea alcanzado por otro texto de goce: no se puede hablar "del" texto, sólo se puede hablar "en" él a su manera, entrar en un plagio desenfrenado, afirmar histéricamente el vacío del goce (y no repetir obsesivamente la letra del placer).

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Toda una mitología menor tiende a hacernos creer que el placer (y específicamente el placer del texto) es una idea de derecha. La derecha, con un mismo movimiento expide hacia la izquierda todo lo que es abstracto, incómodo, político, y se guarda el placer para sí: ¡sed bienvenidos, vosotros que venís al placer. de la literatura! y en la izquierda, por moralidad(olvidando los cigarros de Marx y de Brecht), todo "residuo de hedonismo" aparece como sospechoso y desdeñable. En la derecha, el placer es reivindicado contra el intelectualismo, la "intelligentzia": es el viejo mito reaccionario del corazón contra la cabeza, de la sensación contra el raciocinio de la "vida" (cálida) contra la "abstracción" (fría): ¿debe entonces el artista seguir el siniestro precepto de Debussy "tratar humildemete. de dar placer"? En la izquierda, el conocimiento, el método, el compromiso, el combate, se opone al "simple deleite" (y sin embargo ¿si el conocimiento mismo fuese delicioso?). En ambos lados encontramos la extravagante idea que el placer es una cosa simple, por lo que se lo reivindica o se lo desprecia. No obstante, el placer no es un elemento del texto, no es un residuo inocente no depende de una lógica del entendimiento y de la sensación, es una deriva, algo que es a la vez revolucionario y asocial y no puede ser asumido por ninguna colectividad, ninguna mentalidad, ningún idiolecto. ¿Algo neutro? Es evidente que el placer del texto es escandaloso no por inmoral sino porque es atópico,

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¿Por qué todo ese fasto verbal en un texto? El lujo del lenguaje, ¿forma parte de las riquezas excedentarias, del gasto inútil, de la pérdida incondicional? ¿Una gran obra de placer (la de Proust, por ejemplo) participa de la misma economía que las pirámides de Egipto? ¿El escritor es hoy día el sustituto residual del Mendigo, del Monje, del Bonzo: improductivo y sin embargo alimentado? ¿La comunidad literaria, análoga a la Sangha búdica –cualquiera sea la justificación que se da a sí misma–es sostenida por la sociedad mercantil no por lo que el escritor produce (no produce nada) sino por lo que quema? ¿Excedentario, pero no inútil?
La modernidad realiza un esfuerzo incesante por sobrepasar el intercambio: pretende resistir al mercado de las obras (excluyéndose de la comunicación masiva), al signo (por la exclusión del sentido, por la locura), a la sexualidad normal (por la perversión, que sustrae el goce a la finalidad de la reproducción). Y sin embargo no hay nada que hacer: el intercambio recupera todo aclimatando aquello que parece negarlo: toma el texto y lo pone en el circuito de los gastos inútiles pero legales, reubicándolo en una economía colectiva (aunque fuese solamente psicológica): a título de potlatch la inutilidad misma del texto se convierte en útil. Dicho de otra manera, la sociedad vive sobre el modo de la división: aquí un texto sublime, desinteresado, allá un objeto mercantil cuyo valor es ... la gratuidad de ese mismo objeto. Pero la sociedad no tiene ninguna idea de esa división: ignora su propia perversión: "Las dos mitades en litigio tienen su parte: la pulsión tiene derecho a su propia satisfacción, la realidad recibe el' respeto que le es debido. Pero –agrega Freud–lo Único gratuito es la muerte, como cada uno sabe". Para el texto, la única gratuidad sería su propia destrucción: no escribir, no escribir más, salvo si se es siempre recuperado.

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Estar con quien se ama y pensar en otra cosa: es de esta manera que tengo los mejores pensamientos, que invento lo mejor y más adecuado para mi trabajo. Ocurre lo mismo con el texto: produce en mí el mejor placer si llega a hacerse escuchar indirectamente, si leyéndolo me siento llevado a levantar la cabeza a menudo, a escuchar otra cosa. No estoy necesariamente cautivado por el texto de placer; puede ser un acto sutil, complejo, sostenido, casi imprevisto: movimiento brusco de la cabeza como el de un pájaro que no oye nada de lo que escuchamos, que escucha lo que nosotros no oímos.

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¿Por qué la emoción sería antipática al goce (la he visto injusta y enteramente ubicada del lado de la sentimentalidad, de la ilusión moral)? Es una disensión, una frontera de desaparición: alguna cosa perversa debajo de las apariencias bien pensantes; tal vez sea al mismo tiempo la más sinuosa de las pérdidas pues contradice la regla general que quiere dar al goce una figura fija: fuerte, violenta, cruda, algo necesariamente musculoso, tenso, fálico. Contra la regla general: jamás dejarse embaucar por la imagen del goce, aceptar reconocerla cuando sobreviene una perturbación de la regulación amorosa (goce precoz, retrasado, exaltado, etc.): ¿el amor–pasión como goce? ¿El goce como sabiduría (cuando llega a comprenderse a sí mismo fuera de sus propios prejuicios)?

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Nada que hacer: el aburrimiento no es simple. No se sale del aburrimiento (delante de una obra, o de un texto) con un gesto de fastidio o de prescindencia. De la misma manera que el placer del texto supone toda una producción indirecta, el aburrimiento no puede otorgarse la prerrogativa de ninguna espontaneidad: no hay aburrimiento sincero: si personalmente el texto–murmullo me aburre es porque en realidad no amo la demanda. ¿Pero si yo la amase (si tuviese algún apetito maternal)? El aburrimiento no está lejos del goce: es el goce visto desde las costas del placer.

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Cuanto más una historia está contada de una manera decorosa, sin dobles sentidos, sin malicia, edulcorada, es mucho más fácil revertida, ennegrecerla, leerla invertida (Mde de Ségur leída por Sade) . Esta reversión, siendo pura producción, desarrolla soberbiamente el placer del texto.

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Leo en Bouvard y Pécuchet esta frase que me da placer: "Manteles, sábanas, servilletas colgaban verticalmente, agarradas por palillos de madera a las cuerdas tendidas." Gusto en ella un exceso de precisión, una especie de exactitud maníaca del lenguaje, una extravagancia de descripción (que es posible reencontrar en los textos de Robbe–Grillet). Se asiste a esta paradoja: la lengua literaria es trastornada, sobrepasada, ignorada, en la medida en que se ajusta a la lengua "pura", a la lengua esencial, a la lengua gramatical (se sobrentiende que esta lengua no es más que una idea). La exactitud en cuestión no resulta de un aumento de los cuidados, no es una plusvalía retórica, como si las cosas fuesen progresivamente mejor descriptas sino de un cambio de código: el modelo (lejano) de la descripción no es más el discurso oratorio (no se "pinta" más), sino una especie de artefacto lexicográfico.

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El texto es un objeto fetiche y ese fetiche me desea. El texto me elige mediante toda una disposición de pantallas invisibles, de seleccionadas sutilezas: el vocabulario, las referencias, la legibilidad, etc.; y perdido en medio del texto (no por detrás como un deus exmachina) está siempre el otro, el autor.
Como institución el autor está muerto: su persona civil, pasional, biográfica ha desaparecido; desposeída, ya no ejerce sobre su obra la formidable paternidad cuyo relato se encargaban de establecer y renovar tanto la historia literaria como la enseñanza y la opinión. Pero en el texto, de una cierta manera, yo deseo al autor: tengo necesidad de su figura (que no es ni su representación ni su proyección), tanto como él tiene necesidad de la mía (salvo si sólo murmura).

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Los sistemas ideológicos son ficciones (espectros de teatro, hubiese dicho Bacon), novelas –pero novelas clásicas provistas de intrigas, de crisis, de personajes buenos y malos (lo novelesco es otra cosa: un simple corte no estructurado, una diseminación de formas: el maya). Cada ficción está sostenida por un habla social, un sociolecto con el que se identifica: la ficción es ese grado de consistencia en donde se alcanza un lenguaje cuando se ha cristalizado excepcionalmente y encuentra una clase sacerdotal (oficiantes, intelectuales, artistas) para hablarlo comúnmente y difundirlo.
"... Cada pueblo posee un universo de conceptos matemáticamente repartidos, y bajo la exigencia de la verdad, comprende que desde allí en adelante todo dios conceptual debe sólo ser buscado en su esfera" (Nietzsche): estamos todos capturados en la verdad de los lenguajes, es decir, en su regionalidad, arrastrados en la formidable rivalidad que reglamenta su vecindad. Pues cada habla (cada ficción) combate por su hegemonía y cuando obtiene el poder se extiende en lo corriente y lo cotidiano volviéndose doxa, naturaleza: es el habla pretendidamente apolítica de los hombres políticos, de los agentes del Estado, de la prensa, de la radio, de la televisión, incluso el de la conversación; pero fuera del poder, contra él, la rivalidad renace, las hablas se fraccionan, luchan entre ellas. Una despiadada tópica regula la vida del lenguaje; el lenguaje proviene siempre desde algún lugar: es un topos guerrero.
El mundo del lenguaje (la logosfera) era representado como un inmenso y perpetuo conflicto de paranoias. Sólo sobreviven los sistemas (las ficciones, las hablas) suficientemente creadoras para producir una última figura, aquella que marca al adversario bajo un vocablo a medias científico, a medias ético, especie de torniquete que permite simultáneamente constatar, explicar, condenar, vomitar, recuperar al enemigo, en una palabra: hacerle pagar. Entre otras, puede decirse de ciertas vulgatas: del habla marxista, para quien toda oposición es de clase; del habla psicoanalítica, para quien toda denegación es una confesión; del habla cristiana, para quien todo rechazo es demanda, etc. Fue sorprendente que el lenguaje del poder capitalista no comprendiese a primera vista tal figura de sistema (de la más baja especie en tanto los oponentes no eran dichos más que "intoxicados", "teleguiados", etc.); es comprensible entonces que la presión del lenguaje capitalista (proporcionalmente más fuerte) no sea del orden paranoico, sistemático, argumentativo, articulado: es un envenenamiento implacable, una doxa, una forma de inconsciente: en resumen, la ideología en su esencia.


No hay otro medio para que estos sistemas hablados dejen de perturbar o incomodar más que habitar alguno de ellos. Si no: ¿y yo, y yo, qué es lo que hago en todo esto?


El texto por el contrario es atópico si no en su consumo por lo menos en su producción. No es un habla, una ficción, en él el sistema está desbordado, abandonado (ese desbordamiento, esa defección es la significancia). De esta atopía el texto toma y comunica a su lector un estado extraño: simultáneamente incompatible y calmo. En la guerra de los lenguajes pueden existir momentos tranquilos yesos momentos son los textos ("La guerra, dice un personaje de Brecht, no excluye la paz . .. La guerra tiene sus momentos de paz ... Entre dos escaramuzas se vacía tranquilamente un vaso de cerveza ..."). Entre dos asaltos de palabras, entre dos presencias de sistemas, el placer del texto es siempre posible no como una cesión sino como el pasaje incongruente –disociado– de otro lenguaje, como el ejercicio de una fisiología diferente.


Todavía existe demasiado heroísmo en nuestros lenguajes; en los mejores –pienso en el de Bataille–, exaltación de ciertas expresiones y finalmente una especie de heroísmo insidioso. Por el contrario, el placer del texto (el goce del texto) es corno una eliminación brusca del valor guerrero, una escamación . pasajera de los arrestos del escritor, una detención del "corazón" (del coraje).


¿Cómo un texto que es del orden del lenguaje puede ser fuera de los lenguajes? ¿Cómo exteriorizar (sacar al exterior) las hablas del mundo sin refugiarse en una última habla a partir de la cual las otras serían simplemente comunicadas, recitadas? En el momento en que nombro soy nombrado: capturado en la rivalidad de los nombres. ¿Cómo el texto puede "salir" de la guerra de las ficciones, de los sociolectos? Por un trabajo progresivo de extenuación. En primer lugar el texto liquida todo meta–lenguaje y es por esto que es texto: ninguna voz (Ciencia, Causa, Institución) está detrás de lo que él dice. Seguidamente, el texto destruye hasta el fin, hasta la contradicción, su propia categoría discursiva, su referencia socio–lingüística (su "género"): es "lo cómico que no hace reír", la ironía que no sujeta, el júbilo sin alma, sin mística (Sarduy), la cita sin comillas. Por último, el texto puede, si lo desea, atacar las estructuras canónicas de la lengua misma (Sollers): el léxico (exuberantes neologismos, palabras–multiplicadoras, transliteraciones), la sintaxis (no más célula lógica ni frase). Se trata, por trasmutación (y no solamente por transformación), de hacer aparecer un nuevo estado filosofal de la materia del lenguaje; este estado insólito, este metal incandescente fuera del origen y de la comunicación es entonces parte del lenguaje y no un lenguaje, aunque fuese excéntrico, doblado, ironizado.


El placer del texto no tiene acepción ideológica. Sin embargo: esta impertinencia no aparece por liberalismo sino por perversión: el texto. su lectura, están escindidos. Lo que está desbordado, quebrado, es la unidad moral que la sociedad exige de todo producto humano. Leemos un texto (de placer) como una mosca vuela en el volumen de una pieza, por vueltas bruscas, falsamente de finitivas, apresuradas e inútiles: la ideología pasa sobre el texto y su lectura como el enrojecimiento sobre un rostro (en el amor algunos gustan eróticamente este rubor); todo escritor de placer tiene esos rubores imbéciles (Balzac, Zola, Flaubert, Proust: salvo tal vez Mallarmé, dueño de sí mismo) : en el texto de placer las fuerzas contrarias no están en estado de represión sino en devenir: nada es verdaderamente antagonista, todo es plural. Atravieso sutilmente la noche reaccionaria. Por ejemplo, en Fecundidad de Zola la ideología es flagrante, particularmente pegajosa: naturalismo, familiarismo, colonialismo; eso no impide que continúe leyendo el libro. ¿Esta distorsión es banal? Es posible encontrar asombrosa la habilidad económica con la que el sujeto se escinde, dividiendo la lectura, resistiendo al contagio del juicio, a la metonimia de la satisfacción: ¿será que el placer vuelve objetivo?


Algunos quieren un texto (un arte, una pintura) sin sombra, separado de la "ideología dominante", pero es querer un texto sin fecundidad, sin productividad, un texto estéril (ved el mito de la Mujer sin Sombra). El texto tiene necesidad de su sombra: esta sombra es un poco de ideología, un poco de representación, un poco de sujeto: espectros, trazos, rastros, nubes necesarias: la subversión debe producir su propio claroscuro.
(Se dice corrientemente: "ideología dominante". Esta expresión es incongruente ¿pues, qué es la ideología? Es precisamente la idea cuando domina: la ideología no puede ser sino dominante. Mientras que es justo hablar de "ideología de la clase dominante" puesto que existe una clase dominada, es inconsecuente hablar de "ideología dominante" pues no hay ideología dominada: del lado de los "dominados" no hay nada, ninguna ideología, sino precisamente –y es el último grado de la alienación– la ideología que están obligados (para simbolizar, para vivir) a tomar de la clase que los domina. La lucha social no puede reducirse a la lucha de dos ideologías rivales: lo que está en cuestión es la subversión de toda ideología).

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Es necesario marcar bien los imaginarios del lenguaje, a saber: la palabra como unidad singular, mónada mágica; el lenguaje como instrumento o expresión del pensamiento; la escritura como transliteración de la palabra; la carencia misma o la negación del lenguaje como fuerza primaria, espontánea, pragmática. Todos esos artefactos son asumidos por el imaginario de la ciencia (la ciencia como imaginario); la lingüística enuncia muy bien la verdad sobre el lenguaje pero solamente en esto: que ninguna ilusión consciente es realizada; es la definición misma de lo imaginario: la inconsciencia del inconsciente.
Ya es un primer trabajo restablecer en la ciencia del lenguaje aquello que le es atribuido fortuitamente, desdeñosamente y a veces directamente negado: la semiología (la estilística, la retórica, decía Nietzsche), la práctica, la acción ética, el "entusiasmo" (Nietzsche, otra vez). Un segundo trabajo es volver a colocar en la ciencia lo que. va contra ella: en este caso el texto. El texto es el lenguaje sin su imaginario, es lo que falta a la ciencia del lenguaje para que sea revelada su importancia general (y no su particularidad tecnocrática). Todo lo que es apenas tolerado o rotundamente rechazado por la lingüística (como ciencia canónica, positiva) –la significancia, el goce–es lo que precisamente retira el texto de los imaginarios del lenguaje.


Sobre el placer del texto no es posible ninguna "tesis"; apenas una inspección (una introspección) abreviada. Eppure si gaude! y sin embargo y a despecho de todo gozo del texto.
¿Podemos al menos dar algunos ejemplos? Se podría pensar en una inmensa cosecha colectiva: se recogerían todos los textos que hubiesen dado placer a alguien (no importa el lugar de donde viniesen) y se revelaría ese cuerpo textual (corpus: está bien dicho) un poco como el psicoanálisis ha expuesto el cuerpo erótico del hombre. Sin embargo sería de temer que tal trabajo no alcanzaría más que a explicar los textos recogidos, habría una bifurcación inevitable del proyecto: no pudiendo decirse, el placer entraría en la vía general de las motivaciones, ninguna de las cuales podría ser definitiva (si alego aquí algunos placeres de texto es siempre de paso,
de una manera precaria, sin regularidad). En una palabra, tal trabajo no podría escribirse. No puedo más que girar alrededor del tema –y por lo tanto vale más hacerlo breve y solitariamente antes que colectiva e interminablemente; es mejor renunciar a efectuar el pasaje del valor –fundamento de la afirmación–a los valores, que son efectos de cultura.
Como criatura de lenguaje, el escritor está siempre atrapado en la guerra de las ficciones (de las hablas) en la que solamente es un juguete puesto que el lenguaje que lo constituye (la escritura) está siempre fuera de lugar (es atópico). Por el simple efecto de la polisemia (estado rudimentario de la escritura) el compromiso combativo de una palabra literaria es, desde su origen, dudoso. El escritor está siempre sobre el trabajo ciego de los sistemas, a la deriva; es un comodín, un maná, un grado cero, el muerto del bridge: necesario para el sentido (para el combate) pero en sí mismo privado de sentido fijo; su lugar, su valor (de cambio) varía según los movimientos de la historia, de los golpes tácticos de la lucha: se le exige todo y/o nada. Está fuera del intercambio, sumergido en el no beneficio, el mushotoku zen, sin deseo de tomar nada si no el goce perverso de las palabras (pero el goce no es nunca un tomar: nada lo separa
del satori, de la pérdida). Paradoja: esta gratuidad de la escritura (que se vincula por el goce con la gratuidad de la muerte) es silenciada por el escritor: se contracta, se musculiza, niega la deriva, reprime el goce: hay muy pocos que combaten a la vez la represión ideológica y la represión libidinal (aquella que el intelectual hace pesar sobre sí mismo: sobre su propio lenguaje).

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Leyendo un texto mencionado por Stendhal (pero que no es suyo) (8) reencuentro a Proust en un detalle minúsculo. El obispo de Lescars designa a la nieta de su gran vicario con una serie de apóstrofes preciosos (mi nietecita, mi amiguita, mi linda morocha, ¡ah golosita!) que resucitan en mí los cumplidos de las dos mensajeras del Gran Hotel de Balbec, Marie Geneste y Céleste Albaret, al narrador (¡Oh! diablito de cabellos de pájaro, ¡oh profunda malicia! ¡Ah juventud! ¡Ah hermosa piel!).
De la misma manera, en Flaubert, son los durazneros normandos en flor que leo a partir de Proust. Saboreo el reino de las fórmulas, el trastrueque de los orígenes, la desenvoltura que hace prevenir el texto anterior del texto ulterior. Comprendo que para mí la obra de Proust es la obra de referencia, la mathesis general, el mandala de toda la cosmogonía literaria, como lo eran las Cartas de Mme. de Sevigné para la abuela del narrador, las novelas de caballerías para Don Quijote, etc.; esto no quiere decir que sea un "especialista" en Proust: Proust es lo que me llega, no lo que yo llamo; no es una "autoridad", simplemente un recuerdo circular. Esto es precisamente el intertexto: la imposibilidad de vivir fuera del texto infinito –no importa que ese texto sea Proust, o el diario, o la pantalla televisiva: el libro hace el sentido, el sentido hace la vida.

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Si usted clava un clavo en la madera, la madera resiste diferentemente según el lugar donde se lo clava: se dice que la madera no es isotrópica. El texto tampoco es isotrópico: los bordes, la fisura son imprevisibles. Así como la física (actual) debe ajustarse al carácter no–isotrópico de ciertos ambientes, de ciertos universos, de la misma manera será necesario que el análisis estructural (la semiología) reconozca las menores resistencias, el dibujo irregular de sus venas.

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Ningún objeto está en relación constante con el placer (Lacan a propósito de Sade). Sin embargo para el escritor ese objeto existe: no es el lenguaje, es la lengua, la lengua materna. El escritor es aquel que juega con el cuerpo de su madre (reenvío a Pleynet sobre Lautréamont y sobre Matisse): para glorificarlo, embellecerlo, o para despedazarlo, llevarlo al límite de sólo aquello que del cuerpo puede ser reconocido: iría hasta el goce de una desfiguración de la lengua, y la opinión lanzará grandes gritos pues no quiere que se "desfigure la naturaleza".

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Se diría que para Bachelard los escritores no han escrito nunca: por una extraña ablación son solamente leídos. Por eso ha podido fundar una pura crítica de lectura y la ha fundado en el placer: estamos comprometidos en una práctica homogénea (deslizante, eufórica, voluptuosa, unitaria, celebratoria) y esta práctica nos colma: leer–soñar. Con Bachelard es toda la poesía (como simple derecho de realizar el discontinuo en la literatura, el combate) que pasa al crédito del Placer. Pero desde el momento en que la obra es percibida bajo las especies de una escritura, el placer rechina, el goce asoma y Bache1ard se aleja.

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Me intereso en el lenguaje porque me hiere o me seduce. ¿Hay en ello una erótica de clase? ¿Pero de qué clase? ¿La burguesa? La clase burguesa no posee ningún gusto por el lenguaje que a sus ojos no es siquiera lujo ni elemento de un arte de vivir (muerte de la "gran" literatura) sino solamente instrumento o decoración (fraseología). ¿La clase popular? En ella encontramos la desaparición de toda actividad mágica o poética: no hay más carnaval, no hay ya juego con las palabras: es el fin de las metáforas y el reino de los estereotipos impuestos por la cultura pequeño–burguesa. (La clase productora no tiene necesariamente el lenguaje de su papel, de su fuerza, de su virtud. Por lo tanto: disociación de las solidaridades, de las empatías –muy fuertes aquí como nulas allá. Crítica de la ilusión totalizante: no importa qué aparato unifica ante todo el lenguaje; pero no es necesario respetar el todo.)
Queda un islote: el texto. ¿Delicias de casta, mandarinato? El placer tal vez, el goce, no.


Estoy persuadido que ninguna significancia (ningún goce) puede producirse en una cultura de masa (totalmente distinguible, como el agua del fuego, de la cultura de las masas) pues el modelo de esta cultura es pequeñoburgués. Lo propio de nuestra contradicción (histórica) es que la significancia (el goce) está enteramente refugiada en una alternativa excesiva: o bien en una práctica del mandarinato (alternativa de una extenuación de la cultura burguesa), o bien en una idea utópica (la de una cultura del porvenir, surgida de una revolución radical, inaudita, imprevisible, de la cual el que hoy escribe sólo sabe una cosa: que tal como Moisés no entrará en ella).


Carácter asocial del goce. Es la pérdida abrupta ele la socialidad, y sin embargo no se produce subsecuentemente ninguna recaída sobre el sujeto (la subjetividad), la persona, la soledad: todo se pierde integralmente. Fondo extremo de la clandestinidad, negro cinematográfico.


Todos los análisis socio–ideológicos concluyen en el carácter deceptivo de la literatura (lo que les quita un poco de su pertenencia): en todo caso la obra sería finalmente escrita por un grupo socialmente decepcionado o impotente, fuera de combate por situacion histórica económica política; la literatura seria la expresión de esta decepción. Estos análisis olvidan (y es normal puesto que son hermenéuticas fundadas sobre la investigación exclusiva del significado) el formidable reverso de la escritura: el goce, goce que puede explotar a través de los siglos fuera de ciertos textos, escritos sin embargo bajo el amparo de la más oscura y siniestra filosofía.

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El lenguaje que hablo en mi mismo no es de mi tiempo; por naturaleza está fijado en la sospecha ideológica; es preciso entonces que luche con él. Escribo porque no quiero las palabras que encuentro: por sustracción. Y al mismo tiempo, este penúltimo lenguaje es el de mi placer: leo a lo largo de las noches a Zola, a Proust, a Verne, Montecristo, las Memorias de un turista, e incluso a veces a Julien Green. Este es mi placer pero no mi goce. Mi goce sólo puede llegar con lo nuevo absoluto pues sólo lo nuevo trastorna (enferma) la conciencia (¿ocurre esto fácilmente? no lo creo; nueve veces sobre diez lo nuevo no es más que el estereotipo de la novedad).


Lo Nuevo no es una moda, es un valor fundamento de toda crítica: nuestra evaluación del mundo no depende ya, como en Nietzsche, al menos directamente, de la oposición entre lo noble y lo vil, sino de la oposición entre lo Antiguo y lo Nuevo (la erótica de lo Nuevo comenzó en el siglo XVIII: larga transformación en marcha). Para escapar a la alienación de la sociedad presente no existe más que este medio: la fuga hacia adelante: todo lenguaje antiguo está inmediatamente comprometido, y todo lenguaje deviene antiguo desde el momento en que es repetido. El lenguaje encrático (el que se produce y se extiende bajo la protección del poder) es estatutariamente un lenguaje de repetición; todas las instituciones oficiales de lenguaje son máquinas repetidoras: las escuelas, el deporte, la publicidad, la obra masiva, la canción, la información, repiten siempre la misma estructura, el mismo sentido, a menudo las mismas palabras: el estereotipo es un hecho político, la figura mayor de la ideología. Por el contrario, lo Nuevo es el goce (Freud: "En el adulto, la novedad constituye siempre la condición del goce"). De esto proviene la configuración actual de las fuerzas: por un lado una chatura masiva (ligada a la repetición del lenguaje) –chatura fuera del goce pero no forzosamente fuera del placer–y por el otro un arrebato desesperado que puede ir hasta la destrucción del discurso: una tentativa por hacer resurgir históricamente el goce reprimido bajo el estereotipo.
La oposición (el cuchillo del valor) no se da necesariamente entre los contrarios consagrados, nombrados (el materialismo y el idealismo, el reformismo y la revolución, etcétera) sino que se da siempre y en todos lados entre la excepción y la regla. La regla es el abuso, la excepción es el goce. Por ejemplo, en ciertos momentos es posible sostener la excepción de los Místicos. Todo, pero no la regla (la generalidad, el estereotipo, el idiolecto: el lenguaje consistente).


Sin embargo se puede pretender lo contrario (de todas maneras no sería yo quien lo pretendiese): la repetición engendraría por sí misma el goce. Los ejemplos etnográficos abundan: ritmos obsesivos, músicas fascinadoras, letanías, ritos, nembutsu búdico, etcétera; repetir hasta el exceso es entrar en la pérdida, en el cero del significado. Pero para que la repetición sea erótica es preciso que sea formal, literal, y en nuestra cultura esta rígida repetición (excesiva) deviene excéntrica, desplazada hacia ciertas regiones marginales de la música. La forma bastarda de la cultura de masa es la repetición vergonzosa: se repiten los contenidos, los esquemas ideológicos, el pegoteo de las contradicciones, pero se varían las formas superficiales: nuevos libros, nuevas emisiones, nuevos films, hechos diversos pero siempre el mismo sentido.
En resumen, la palabra puede ser erótica bajo dos condiciones opuestas, ambas excesivas: si es repetida hasta el cansancio o, por el contrario, sí es inesperada, suculenta por su novedad (en ciertos textos, las palabras brillan, son como apariciones que distraen, incongruentes –importa poco que puedan parecer pedantes; personalmente me gusta esta frase de Leibniz: "... como si los relojes de bolsillo marcasen las horas por obra de cierta facultad horodeíctica, sin tener necesidad de engranajes, o como si los molinos triturasen el grano por una cualidad fracturante sin necesidad de muelas."). En ambos casos es la misma física del goce, el surco, la inscripción, la síncopa: tanto lo que es ahuecado, revuelto, o lo que estalla, desentona.


El estereotipo es la palabra repetida fuera de toda magia, de todo entusiasmo, como si fuese natural, como si por milagro esa palabra que se repite fuese adecuada en cada momento por razones diferentes, como si imitar pudiese no ser sentido como una imitación: palabra sin vergüenza que pretende la consistencia pero ignora su propia insistencia. Nietzsche ha hecho notar que la "verdad" no era más que la solidificación de antiguas metáforas. En ese sentido, el estereotipo es la vida actual de la "verdad", el rasgo palpable que hace transitar el ornamento inventado hacia la forma canónica, constrictiva, del significado. (Sería bueno imaginar una nueva ciencia lingüística que no estudiase ya el origen de las palabras, la etimología, ni su difusión, la lexicología, sino el progreso de su solidificación, su espesamiento a lo largo del discurso histórico; sin duda esta ciencia sería subversiva, manifestando más que el origen de la verdad, su naturaleza retórica, lingüística.)
La desconfianza con respecto al estereotipo (ligado al goce de la palabra nueva o del discurso insostenible) es un principio de inestabilidad absoluta que no respeta nada (ningún contenido, ninguna elección). La náusea llega en el momento en que el enlace de dos palabras importantes se sobrentiende. y desde el momento en que una cosa está sobrentendida la abandono: es el goce. ¿Provocación inútil? En la novela de Poe, Valdemar, el moribundo magnetizado, sobrevive catalépticamente gracias a la repetición de las preguntas que le son dirigidas ("¿Duerme Sr. Valdemar?"), pero esta supervivencia es insostenible: la falsa muerte, la muerte atroz, es aquella que no es un término, es lo interminable ("¡Por amor de Dios! [Rápido, rápido, hacedme dormir o despertadme! Les digo que estoy muerto.") El estereotipo es esta imposibilidad nauseabunda de morir.


En el campo intelectual, la elección política es una detención del lenguaje, es por lo tanto un goce. Sin embargo el lenguaje retoma su poder bajo su forma más consistente (el estereotipo político). Es necesario tragarse sin náuseas este lenguaje.
Otro goce (otros bordes): consiste en despolitizar lo que es aparentemente político y en politizar lo que aparentemente no lo es. Pero no, se politiza lo que debe serlo y nada más.

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Nihilismo: "los fines superiores se desvalorizan". Es un momento inestable, amenazado, pues otros valores superiores tienden inmediatamente antes que los primeros sean destruidos a tornar el primer puesto; la dialéctica no hace más que ligar posibilidades sucesivas: de ahí proviene la confusión en el seno mismo del anarquismo. ¿Cómo instalar la carencia de todo valor superior? ¿La ironía? La ironía proviene siempre de un lugar seguro. ¿La violencia? Es un valor superior y de los mejor codificados. ¿El goce? Sí, en tanto no sea dicho, convertido en doctrina. El nihilismo más consecuente es tal vez aquel que se enmascara: de una manera interior a las instituciones, a los discursos conformistas, a las finalidades aparentes.

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A. me confía que no soportaría el desenfreno de su madre pero que sí lo aceptaría en su padre, y agrega: ¿es extraño, no? Bastaría un solo nombre para acabar con su sorpresa: ¡el Edipoi En mi opinión A. está muy cerca del texto pues corno el texto tampoco da los nombres o borra los que existen; el texto no dice (¿con qué dudosa intención?): el marxismo, el brechtismo, el capitalismo, el idealismo, el Zen, etc.; el Nombre no viene a los labios, está fragmentado en prácticas, en palabras que no son Nombres. Impulsándose hacia los límites del decir, en una mathesis del lenguaje que no quiere ser confundida con la ciencia, el texto deshace la nominación, y esta defección lo acerca al goce.


En un texto antiguo que acabo de leer (un episodio de la vida eclesiástica relatada por Stendhal) se suceden los alimentos nombrados: leche, tartas, queso a la crema de Chantilly, confituras de Bar, naranjas de Malta, fresas con almíbar. ¿Es un placer de pura representación (sólo experimentado por el lector goloso)? Pero a mí no me gusta la leche ni los alimentos azucarados y me proyecto muy poco en el detalle de estas comidas infantiles. Aquí ocurre otra cosa relacionada sin duda a otro sentido de la palabra "representación". Cuando en un debate alguien representa algo a su interlocutor no hace más que alegar el Último estado de la realidad, lo inmanejable que hay en ella. De la misma manera tal vez el novelista citando, nombrando, notificando la comida (tratándola como notable) impone al lector el Último estado de la materia, lo que en ella no puede ser sobrepasado, dejado de lado (aunque no es el mismo caso ele los nombres citados anteriormente: marxismo, idealismo, etc.). ¡Es eso! Este grito no debe ser entendido como una iluminación de la inteligencia sino como el límite mismo de la nominación, de la imaginación. En resumen habría dos realismos: el primero descifra lo "real" (lo que se demuestra pero no se ve); el segundo dice la "realidad" (lo que se ve pero que no se demuestra) ; la novela, que puede mezclar los dos realismos, agrega a lo inteligible de lo "real" la cola fantasmática de la "realidad": sorpresa porque se comiese en 1791 una "ensalada de naranjas al ron" como en nuestros actuales restoranes: esbozo de inteligible histórico y empecinamiento de la cosa (la naranja, el ron) por estar allí.

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Según parece un francés de cada dos no lee, la mitad de Francia está privada –se priva del placer del texto. Generalmente se deplora esta desgracia nacional desde un punto de vista humanista como si despreciando el libro los franceses renunciasen solamente a un bien moral, a un valor noble. Sería mejor hacer la sombría, la estúpida y trágica historia de todos los placeres objetados y reprimidos en las sociedades: hay un oscurantismo del placer.
Aun si reubicamos el placer del texto en el campo de su teoría y no en el de su sociología (lo que lleva aquí a un discurso particular aparentemente privado de todo alcance nacional o social) sigue siendo una alienación política la que está en cuestión: la forclusión del placer (y mucho más del goce) en una sociedad trabajada por dos morales: una moral mayoritaria, de la mediocridad; la otra, grupuscular, del rigor (político y/o científico). Se diría que la idea de placer ya no halaga a nadie. Nuestra sociedad parece a la vez tranquila y violenta, pero sin lugar a dudas es frígida.

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La muerte del Padre suprimió muchos de los placeres de la literatura. ¿Si ya no hay Padre para qué seguir contando historias? ¿Todo relato no se vincula con el Edipo? ¿Contar no es siempre buscar el origen, decir sus querellas con la Ley, entrar en la dialéctica del enternecimiento y del odio? Hoy día se equivale de una misma manera el Edipo y el relato: no se ama, no se teme, no se cuenta más. Como ficción, el Edipo servía para algo, para hacer buenas novelas, para narrar bien (esto fue escrito después de ver City Girl, de Murnau ).


Muchas lecturas son perversas, lo que implica una escisión. De la misma manera que el niño sabe que la madre no tiene pene y sin embargo cree que ella posee uno (Freud ha mostrado la rentabilidad de esta economía), el lector puede decir en todo momento: sé muy bien que no son más que palabras, pero de todas maneras… me conmuevo como si estas palabras enunciaran una realidad). De todas las lecturas, la lectura trágica es la más perversa: obtengo placer escuchándome contar una historia cuyo final conozco: sé y no sé, hago frente a mí mismo como si no supiese: sé muy bien que Edipo será descubierto, que Danton será guillotinado, pero de todas maneras ... En relación a la historia dramática –aquella en la que se ignora el final– hay desaparición del placer y progresión del goce (en la cultura de masa actual donde se efectúa un gran consumo de "dramáticas" hay por lo tanto poco goce).

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Proximidad (¿identidad?) del goce y del miedo. Lo que repugna en esta vinculación no es tanto la idea que el miedo es un sentimiento desagradable –idea banal– sino que es un sentimiento mediocremente indigno; es el sentimiento descartado en todas las filosofías (salvo, creo, Hobbes: "la única pasión de mi vida ha sido el miedo") ; la locura no lo tiene nunca en cuenta (salvo tal vez la locura pasada de moda: el Horla), y esto le impide ser moderno: es una negación de la transgresión, una locura que deja en plena conciencia. Por una última fatalidad, el sujeto que tiene miedo permanece siendo siempre un sujeto; tal vez pueda ser reemplazado por la neurosis (se habla entonces de angustia, palabra noble, científica: pero el miedo no es la angustia) .
Estas mismas razones acercan el miedo al goce: el miedo es la clandestinidad absoluta no porque sea "inconfesable" (todavía hoy día es difícilmente confesable) sino porque escindiendo al sujeto pero dejándolo intacto, no tiene a su disposición más que significantes similares: el lenguaje delirante no es posible para quien lo escucha nacer en él. "Escribo para no volverme loco", decía Bataille –queriendo decir que escribía la locura; pero ¿quién podría decir: "Escribo para no tener miedo"? ¿Quién podría escribir el miedo (10 que no quiere decir narrarlo)? El miedo no expulsa ni reprime ni realiza la escritura: gracias a la más inmóvil de las contradicciones, la escritura y el miedo coexisten separados.
(Sin hablar del caso cuando escribir da miedo.)

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Un día, a medias dormido sobre el asiento de un bar intentaba por juego enumerar todos los lenguajes que entraban en mi audición: músicas, conversaciones, ruidos de sillas, de vasos, toda una estereofonía cuyo lugar ejemplar es una plaza de Tánger (descripta por Severo Sarduy). Todo esto hablaba en mí (es bien conocido) y esta palabra llamada "interior" era muy semejante al ruido de la plaza, a esa gradación de voces que me venían del exterior: yo mismo era un lugar público, un souk (9) ; pasaban en mí las palabras, los trozos de sintagmas, los finales de fórmulas, y ninguna frase se formaba, como si ésa hubiese sido la ley de ese lenguaje. Esta palabra, muy cultural y muy salvaje a la vez, era sobre todo lexical, esporádica, constituía en mí, a través de su flujo aparente, un discontinuo definitiva: esta no–frase no era algo informe que no poseyese el poder de acceder a la frase, que fuese algo antes de la frase, era mas bien algo que eterna, soberbiamente, está fuera de la frase. En ese momento, virtualmente, se desplomaba toda esa lingüística que sólo cree en la frase y que siempre ha atribuido una exorbitante dignidad a la sintaxis predicativa (como forma de una lógica, de una racionalidad) ; recordé este escándalo científico: no existe ninguna gramática locutiva (gramática de lo que se habla y no de lo que se escribe, y para comenzar: gramática del francés hablado). Estamos entregados a la frase (y de allí a la fraseología) .


La Frase es jerárquica: implica sujeciones, subordinaciones, reacciones internas. De ahí proviene su forma acabada, pues ¿cómo una jerarquía podría permanecer abierta? La frase está acabada, es precisamente ese lenguaje que está acabado. En esto la práctica difiere de la teoría. La teoría (Chomsky) dice que la frase es en derecho infinita (infinitamente catalizable) pero la práctica obliga siempre a terminar la frase. "Toda actividad ideológica se presenta bajo la forma de enunciados composicionalmente acabados". También podemos tomar esta proposición de Julia Kristeva en su reverso: todo enunciado acabado corre el riesgo de ser ideológico. En efecto, es el poder de acabamiento el que define la maestría frástica y marca con una destreza suprema costosamente adquirida, conquistada, a los agentes de la Frase. El profesor es alguien que termina sus frases. El político entrevistado se preocupa visiblemente por imaginar un final a su frase: ¿y si olvidara lo que tiene que decir? ¡Toda su política se vería perjudicada! ¿Y el escritor? Valéry decía: "No se piensan palabras, solamente se piensan frases". Lo decía porque era escritor. Y precisamente se llama escritor no a quien expresa su pensamiento, su pasión o su imaginación mediante frases sino a quien piensa frases: un Piensa–Frases (es decir: ni totalmente un pensador ni totalmente un fraseador).


El placer de la frase es muy cultural. El artefacto creado por los retóricos, los gramáticos, los lingüistas, los maestros, los escritores, los padres, este artefacto es imitado de manera más o menos lúdica; se juega con un objeto excepcional del que la lingüística ha señalado su carácter paradójico: inmutablemente estructurado y sin embargo infinitamente renovable: algo así como el juego de ajedrez.
¿A menos que para ciertos perversos la frase sea un cuerpo?

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Placer del texto. Clásicos. Cultura (cuanto más cultura, más grande y diverso será el placer). Inteligencia. Ironía. Delicadeza. Euforia. Maestría. Seguridad: arte de vivir. El placer del texto puede definirse por una práctica (sin ningún riesgo de represión): lugar y tiempo de lectura: casa, provincia, comida cercana, lámpara, familia –allí donde es necesaria–, es decir, a lo lejos o no (Proust en el escritorio perfumado por las flores de iris), etc. Extraordinario refuerzo del yo (por el fantasma); inconsciente acolchado. Este placer puede ser dicho: de aquí proviene la crítica.
Textos de goce. El placer en pedazos; la lengua en pedazos; la cultura en pedazos. Los textos de goce son perversos en tanto están fuera de toda finalidad imaginable, incluso la finalidad del placer (el goce no obliga necesariamente al placer, incluso puede aparentemente aburrir) . Ninguna justificación es posible, nada se reconstituye ni se recupera. El texto de goce es absolutamente intransitivo. Sin embargo la perversión no es suficiente para definir al goce, es su extremo quien puede hacerlo: extremo siempre desplazado, vacío, móvil, imprevisible. Este extremo garantiza el goce: una perversión a medias se embrolla rápidamente en un juego de finalidades subalternas: prestigio, ostentación, rivalidad, discurso, necesidad de mostrarse, etcétera.


Todo el mundo puede testimoniar que el placer del texto no es seguro: nada nos dice que el mismo texto nos gustará por segunda vez; es un placer que fácilmente se disuelve, se disgrega por el humor, el hábito, la circunstancia, es un placer precario (obtenido gracias a una plegaria silenciosa dirigida a las Ganas de sentirse bien y que estas Ganas pueden revocar); de ahí proviene la imposibilidad de hablar de ese texto desde el punto de vista de la ciencia positiva (su jurisdicción es la de la ciencia crítica: el placer como principio crítico) .
El goce del texto no es precario, es peor, es precoz; no se produce en el tiempo justo, no depende de ninguna maduración. Todo se realiza de una vez y este arrebato es evidente en la pintura actual: desde el momento en que es comprendida el principio de la pérdida se vuelve ineficaz, es necesario pasar a otra cosa. Todo se juega, se goza, en la primera mirada. (10)
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El texto es (debería ser) esa persona audaz que muestra su trasero al Padre Político.

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¿Por qué en tantas obras históricas, novelescas, biográficas, hay un placer en ver representada la "vida cotidiana" de una época, de un personaje? ¿Por qué esta curiosidad por los detalles: horarios, hábitos, comidas, casas, vestidos, etc.? ¿Es por el gusto fantasmático de la "realidad" (la materialidad misma del "eso ha sido")? ¿Y no es el fantasma mismo el que convoca el "detalle", la escena minúscula, privada, en la que puedo fácilmente tomar mi lugar? En resumen, habría "pequeños histéricos" (esos lectores) que obtendrían goce de un singular teatro: no el de la grandeza sino el de la mediocridad (¿si es que hay sueños, fantasmas de mediocridad?)
De esta manera es imposible imaginar notación más tenue, más insignificante que la del "tiempo que hace" (que hacía), y sin embargo ... el otro día intentando leer a Amiel, irritación por lo que el virtuoso editor (todavía hay quien forcluye el placer) creyendo hacer un bien suprime del Diario los detalles cotidianos, el tiempo que hacía al borde del lago de Ginebra, y conserva las insípidas consideraciones morales: sin embargo sería ese tiempo el que no habría envejecido y no la filosofía de Amiel,

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El arte parece comprometido históricamente, socialmente. Por eso el artista se esfuerza por destruirlo.
Veo tres formas en este esfuerzo. El artista puede pasar a otro significante: si es escritor hacerse cineasta, pintor, o, por el contrario, si es pintor, cineasta, o desarrollar interminables discursos críticos sobre el cine, la pintura, reducir voluntariamente el arte a su crítica. El artista puede también dejar la escritura y someterse a la significancia de la misma, hacerse sabio, teórico intelectual, hablar para siempre desde una zona moral limpia de toda sensualidad de lenguaje; puede también anularse, dejar de escribir, cambiar de oficio, de deseo.
La desgracia es que esta destrucción es siempre inadecuada; o bien se hace desde el exterior del arte y por lo tanto se vuelve no pertinente, o bien la destrucción consiente en permanecer en la práctica del arte y en consecuencia se ofrece rápidamente a la recuperación (la vanguardia, ese lenguaje rebelde que va a ser recuperado). La incomodidad de esta alternativa proviene del hecho que la destrucción del discurso no es un término dialéctico sino un término semántico: la destrucción se ubica dócilmente bajo el gran mito semiológica del "versus" (blanco versus negro) ; de esta manera la destrucción del arte está condenada sólo a las formas paradojales (aquellas que van literalmente contra la doxa): los dos ejes del paradigma están pegados uno al otro de una manera finalmente cómplice: hay un acuerdo estructural entre las formas contestatarias y las formas cuestionadas.
(Inversamente, entiendo por subversión sutil aquella que no se interesa directamente en la destrucción, esquiva el paradigma y busca otro término: un tercer término que sin embargo no sea un término de síntesis sino un término excéntrico, inaudito. ¿Un ejemplo? Tal vez Bataille que frustra el término idealista por un materialismo inesperado donde ocupan su lugar el vicio, la devoción, el juego, el erotismo imposible, etc.; de esta manera Bataille no opone la libertad sexual al pudor sino ... la risa).

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El texto de placer no es forzosamente aquel que relata placeres; el texto de goce no es nunca aquel que cuenta un goce. El placer de la representación no está ligado a su objeto: la pornografía no es segura. En términos zoológicos se dirá que el lugar del placer textual no es la relación de la copia y del modelo (relación de imitación), sino solamente la del engaño y la copia (relación de deseo, de producción) .


Por otra parte sería necesario distinguir entre la figuración y la representación.
La figuración sería el modo de aparición del cuerpo erótico (no importa el modo o grado) en el perfil del texto. Por ejemplo: el autor puede aparecer en su texto (Genet, Proust) pero no bajo las especies de la biografía directa (lo que excedería al cuerpo, daría un sentido a la vida, forjaría un destino). O también: se puede concebir deseo por un personaje de novela (por pulsiones fugitivas.) O incluso: el texto mismo, estructura diagramática y no imitativa, puede desplegarse bajo forma de cuerpo, disociado en objetos fetiches, en lugares eróticos. Todos estos movimientos dan testimonio de una figura del texto necesaria para el goce de la lectura. Por este mismo hecho y mucho más que el texto, el film será siempre con toda seguridad figurativo aunque no represente nada (por lo que de todas maneras vale la pena realizarlo).
La representación sería una figuración inflada, cargada de múltiples sentidos pero donde está ausente el sentido del deseo: un espacio de justificaciones (realidad, moral, verosimilitud, legibilidad, verdad, etc.). Veamos un texto de pura representación: Barbey d'Aurevilly escribe de la virgen de Memling: "Está erguida, perpendicularmente presentada. Los seres puros son erguidos. Las mujeres castas se reconocen en el talle y el movimiento, las voluptuosas se deslizan lánguidamente y se inclinan casi a punto de caer". Adviertan al pasar que el procedimiento representativo pudo engendrar tanto un arte (la novela clásica) como una "ciencia" (la grafología que, por ejemplo, de la voluptuosidad de una carta concluye la sensualidad del redactor) y que sin sofisticación alguna es justo clasificar como inmediatamente ideológica (por la proyección histórica de su significación). Es cierto que a menudo la representación toma como objeto de imitación al deseo mismo, pero entonces ese deseo no sale del marco, del cuadro, circula entre los personajes y si hay un receptor ese receptor permanece interior a la ficción (se podrá decir en consecuencia que toda semiótica que retiene al deseo encerrado en la configuración de los actuantes por nueva que sea es una semiótica de la representación. La representación es precisamente eso: cuando nada sale, cuando nada salta fuera del marco, del cuadro, del libro, de la pantalla).

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Apenas se ha dicho algo sobre el placer del texto en cualquier parte aparecen dos gendarmes preparados para caernos encima: el gendarme político y el gendarme psicoanalítico: futilidad y/o culpabilidad, el placer es ocioso o vano, es una idea de clase o una ilusión.
Vieja, muy vieja tradición: el hedonismo ha sido reprimido por casi todas las filosofías, sólo entre los marginados se encuentra la reivindicación hedonista: Sade, Fourier, para Nietzsche mismo el hedonismo es un pesimismo. El placer es siempre decepcionado, reducido, desinflado en provecho de los valores fuertes, nobles: la Verdad, la Muerte, el Progreso, la Lucha, la Alegría, etc. Su rival victorioso es el Deseo: se nos habla continuamente del Deseo pero nunca del Placer, el Deseo tendría una dignidad epistémica pero el Placer no. Se diría que la Sociedad (la nuestra) rechaza (y acaba por ignorar) de tal manera el goce que no puede sino producir epistemologías de la Ley (y de su contestación) nunca de su ausencia, o mejor: de su nulidad. Es curiosa esta permanencia filosófica del Deseo (en tanto nunca es satisfecho): ¿Esta palabra no denotaría una "idea de clase"? (Presunción de una prueba bastante grosera pero sin embargo bastante notoria: lo "popular" no conoce el Deseo, sólo placeres.)


Los libros llamados "eróticos" (es necesario agregar: los comunes, para exceptuar a Sade y algún otro) representan no tanto la escena erótica sino su expectación, su preparación, su progresión: es en esto que resultan "excitantes", y por supuesto cuando la escena llega hay decepción, deflación. Dicho de otra manera, son libros del Deseo, no del Placer. O dicho con malicia, ponen en escena el Placer tal como lo ve el psicoanálisis. Un mismo sentido dice tanto aquí como allá que todo esto es bien decepcionante.


(El monumento psicoanalítico debe ser atravesado, no rodeado, como las calles admirables de una gran ciudad, calles a través de las cuales se puede jugar, soñar, etc.: es una ficción.)


Parece que existiría una mística del Texto. Por el contrario, todo el esfuerzo consiste en materializar el placer del texto, en hacer del texto un objeto de placer como cualquier otro. Es decir: ya sea vinculando el texto de los "placeres" de la vida (una comida, un jardín, un encuentro, una voz, un momento, etc.) al catálogo personal de nuestras sensualidades, o ya sea abriendo mediante el texto la brecha del goce, de la gran pérdida subjetiva, identificando ese texto a los momentos más puros de la perversión, a sus lugares clandestinos. Lo importante es igualar el campo del placer, abolir la falsa oposición entre vida práctica y vida contemplativa. El placer del texto es una reivindicación dirigida justamente contra la separación del texto, pues lo que el texto dice a través de la particularidad de su nombre es la ubicuidad del placer, la atopía del goce.
Idea de un libro (de un texto) donde sería trazada, tejida, de la manera más personal, la relación de todos los goces: los de la "vida" y los del texto donde una misma anamnesis recogería la lectura y la aventura.


Imaginar una estética (si la palabra no está demasiado devaluada) fundada hasta el final (completamente, radicalmente, en todos los sentidos) sobre el placer del consumidor fuese quien fuese, pertenezca a la clase o al grupo que sea, sin consideración de culturas y de lenguajes: las consecuencias serían enormes, tal vez incluso desgarradoras (Brecht ha comenzado a elaborar tal estética del placer, de todas sus propuestas es la que se olvida más a menudo).

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El sueño permite, sostiene, retiene y saca a luz una extrema fineza de sentimientos morales, a veces incluso metafísicos, el sentido más sutil de las relaciones humanas, de las diferencias refinadas, un sabor de alta civilización, en resumen, una lógica consciente, articulada con una delicadeza inaudita que sólo un vigilante trabajo podría conseguir. Brevemente, el sueño hace hablar todo lo que en mí no es extraño, extranjero: es una anécdota incivil hecha con sentimientos muy civilizados (el sueño sería civilizador).
A menudo el goce pone en escena este diferencial (Poe) (11), pero también puede dar la figura contraria (aunque también escindida) : una anécdota muy legible con sentimientos imposibles (Mme. Edwarda, de Bataille)

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¿Puede haber alguna relación entre el placer del texto y las instituciones del texto? Muy poca. La teoría del texto postula el goce pero tiene poco porvenir institucional en tanto funda en su cumplimiento exacto, su asunción, una práctica (la del escritor) y no una ciencia, un método, una investigación, una pedagogía. Por sus mismos principios esta teoría sólo puede producir teóricos o prácticos escribientes y no especialistas (críticos, investigadores, profesores, estudiantes). No es solamente el carácter fatalmente metalingüístico de toda investigación institucional lo que traba la escritura del placer textual, ocurre también que actualmente sornas incapaces de concebir una verdadera ciencia del devenir (la única que podría reunir nuestro placer sin disfrazarlo de una tutela moral): "... no somos lo bastante sutiles para percibir el flujo probablemente absoluto del devenir; lo permanente no existe más que gracias a nuestros groseros órganos que resumen y reúnen las cosas en planos comunes, mientras que nada existe bajo esta forma. El árbol es a cada instante una cosa nueva; afirmarnos la forma porque no aprehendemos la sutileza de un movimiento absoluto" (Nietzsche).
El Texto sería también ese árbol cuya nominación (provisoria) debemos a la grosería de nuestros órganos. Seríamos científicos por falta de sutileza.

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¿Qué es la significancia? Es el sentido en cuanto es producido sensualmente.

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Lo que se trata de establecer desde diversas perspectivas es una teoría materialista del sujeto. Esta investigación puede pasar por tres estados: primero, retomando una antigua vía psicológica, puede criticar cruelmente las ilusiones con las que se rodea el sujeto imaginario (los moralistas clásicos han sobresalido en este tipo de crítica); enseguida –o al mismo tiempo– puede ir más lejos y admitir la escisión vertiginosa del sujeto descripto como pura alternancia, la del cero y de su desaparición (esto interesa puesto que no pudiendo decirse en el texto, el goce hace pasar en él el estremecimiento de su anulación); por fin, puede generalizar el sujeto ("alma múltiple", "alma mortal")–lo que no quiere decir masificarlo, colectivizarlo; y aquí reencontramos siempre el texto, el placer, el goce: "¿No se tiene derecho a preguntar quién es el que interpreta? Es la interpretación misma, forma de la voluntad de poder, la que existe (no como un "ser" sino como un proceso, un devenir) como pasión" (Nietzsche).


Entonces tal vez el sujeto reaparece pero no ya como ilusión sino como ficción. Es posible obtener un cierto placer de una manera de imaginarse como individuo, de inventar una de las más raras y últimas ficciones: lo ficticio de la identidad. Esta ficción no es ya la ilusión de una unidad, es por el contrario el teatro de sociedad donde hacemos comparecer a nuestro plural: nuestro placer es individual, pero no personal.


Cada vez que intento "analizar" un texto que me ha dado placer no es mi "subjetividad" la que reencuentro, es mi "individuo", el dato básico que separa mi cuerpo de los otros cuerpos y hace suyo su propio sufrimiento, su propio placer: es mi cuerpo de goce el que reencuentro. Y ese cuerpo de goce es también mi sujeto histórico, pues es al término de una combinatoria muy fina de elementos biográficos, históricos, sociológicos, neuróticos (educación, clase social, configuración infantil, etc.) que regulo el juego contradictorio del placer (cultural) y del goce (no–cultural) y que me escribo como un sujeto actualmente mal ubicado, llegado demasiado tarde o demasiado temprano (este demasiado no designa una pena, ni una falta ni una desgracia sino solamente convoca un lugar nulo): sujeto anacrónico, a la deriva.


Se podría imaginar una tipología de los placeres de lectura –o de los lectores de placer; esta tipología no podría ser sociológica pues el placer no es un atributo del producto ni de la producción, sólo podría ser psicoanalítica comprometiendo la relación de la neurosis lectora con la forma alucinada del texto. El fetichista acordaría con el texto cortado, con la parcelación de las citas, de las fórmulas, de los estereotipos, con el placer de las palabras. El obsesivo obtendría la voluptuosidad de la letra, de los lenguajes segundos, excéntricos, de los meta–lenguajes (esta clase reuniría todos los logófilos, lingüistas, semióticos, filólogos, todos aquellos para quienes el lenguaje vuelve) . El paranoico consumiría o produciría textos sofisticados, historias desarrolladas como razonamientos, construcciones propuestas como juegos, como exigencias secretas. En cuanto al histérico (tan contrario al obsesivo) sería aquel que toma al texto por moneda contante y sonante, que entra en la comedia sin fondo, sin verdad, del lenguaje, aquel que no es el sujeto de ninguna mirada crítica y se arroja a través del texto (que es una cosa totalmente distinta a proyectarse en él).

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Texto quiere decir Tejido, pero si hasta aquí se ha tomado este tejido como un producto, un velo detrás del cual se encuentra más o menos oculto el sentido (la verdad), nosotros acentuamos ahora la idea generativa de que el texto se hace, se trabaja a través de un entrelazado perpetuo; perdido en ese tejido –esa textura– el sujeto se deshace en él como una araña que se disuelve en las segregaciones constructivas de su tela. Si amásemos los neologismos podríamos definir la teoría del texto como una hifologia (hifos: es el tejido y la tela de la araña).

Aunque la teoría del texto haya específicamente designado la significancia (en el sentido que Julia Kristeva ha dado a esta palabra) como lugar del goce, aunque haya afirmado el valor erótico y crítico de la práctica textual, estas propuestas son a menudo olvidadas, reprimidas, ahogadas. y sin embargo: ¿el materialismo radical hacia el cual tiende la teoría es concebible sin el pensamiento del placer, del goce? ¿Los raras materialistas del pasado –cada uno a su manera–, Epicuro, Diderot, Sade, Fourier, no han sido todos eudemonistas declarados?
Sin embargo el lugar del placer en una teoría del texto no es seguro. Simplemente llega un día en que se siente la urgencia de descentrar un poco la teoría, de desplazar el discurso en tanto el idiolecto que se repite toma consistencia y es conveniente someterlo al sacudón de un cuestionamiento. Como nombre trivial, indigno (¿quién, sin reír, se llamaría hoy hedonista?) puede perturbar el retorno del texto a la moral, a la verdad: a la moral de la verdad: es un indirecto, un "descentrador" si se puede decir, sin el cual la teoría del texto volvería a convertirse en un sistema centrado, una filosofía del sentido.

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No se puede decir nunca de manera suficiente la fuerza de suspensión del placer: es una verdadera epojé, una detención que fija desde lejos todos los valores admitidos (admitidos por sí mismos). El placer es un neutro (la forma más perversa de lo demoníaco).


O al menos lo que el placer suspende es el valor significado: la (buena) Causa. "Darmes, un limpiapisos que juzgan en este momento por haber intentado asesinar al rey, está redactando sus ideas políticas ...; lo que vuelve una y otra vez bajo la pluma de Darmes es la aristocracia que escribe haristokrasia. La palabra escrita de esta manera es bastante terrible ..." Víctor Rugo (Piedras) aprecia vivamente la extravagancia del significante; sabe también que este pequeño orgasmo ortográfico proviene de las "ideas" de Darmes: sus ideas, es decir, sus valores, su fe política, la evaluación que hace de un mismo movimiento: escribir, nombrar, desortografiar y vomitar. Sin embargo, j qué aburrido debía ser el panfleto político de Darmes!
El placer del texto es eso: el valor llevado al rango suntuoso de significante.

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Si fuese posible imaginar una estética del placer textual sería necesario incluir en ella la escritura en alta voz. Esta escritura vocal (que no es la palabra) no es practicada pero es sin duda la que recomendaba Artaud y la que solicita Sollers. Hablemos de ella como si existiese.
En la antigüedad la retórica comprendía una parte que ha sido olvidada, censurada por los comentaristas clásicos: la actio, conjunto de recetas específicas para permitir la exteriorización corporal del discurso: se trataba de un "teatro de la expresión", el orador–comediante "expresando" su indignación, su compasión, etc. La escritura en alta voz no es expresiva, deja la expresión al feno–texto, al código regular de la comunicación. La escritura en alta voz pertenece al geno–texto, a la significancia, es sostenida no por las inflexiones dramáticas, las entonaciones malignas, los acentos complacientes, sino por el granulado de la voz, que es un mixto erótico de timbre y de lenguaje y que como la dicción puede también ser la materia de un arte: el arte de conducir el cuerpo (de allí proviene su importancia en los teatros de Extremo Oriente). Considerando los sonidos de la lengua la escritura en alta voz no es fonológica sino fonética, su objetivo no es la claridad de los mensajes, el teatro de las emociones, lo que busca (en una perspectiva de goce) son los incidentes pulsionales, el lenguaje tapizado de piel, un texto donde se pudiese escuchar el granulado de la garganta, la oxidación de las consonantes, la voluptuosidad de las vocales, toda una estereofonía de la carne profunda: la articulación del cuerpo, de la lengua, no la del sentido, la del lenguaje. Un cierto arte de la melodía puede dar idea de esta escritura vocal, pero como la melodía está muerta es tal vez en el cine donde pueda encontrársela con mayor facilidad. En efecto, es suficiente que el cine tome de muy cerca el sonido de la palabra (en suma es la definición generalizada del "granulado" de la escritura) y haga escuchar en su materialidad, en su sensualidad, la respiración, la aspereza, la pulpa de los labios, toda una presencia del rostro humano (que la voz, que la escritura sean frescas, livianas, lubrificadas, finamente granuladas y vibrantes como el hocico de un animal) para que logre desplazar el significado muy lejos y meter, por decirlo así, el cuerpo anónimo del actor en mi oreja: allí rechina, chirria, acaricia, raspa, corta: goza.






Notas
(1) Reproducción facsímil de un aparato o máquina para estudiar y/o controlar su funcionamiento. (N. del T.)
(2) En inglés en el texto, significa literalmente: decadencia, flojedad. Forma parte de la nomenclatura específica del psicoanálisis –reactualizada por Jacques Lacan –y designa la disolución o evanescencia del sujeto. (N. del T.)
(3) Al francés. (N. del T.)
(4) Para la diferencia entre obra y texto véase Roland Barthes, SI Z, París, Ed. du Seuil, 1970. (N. del T.)
(5) El término es de Jacques Lacan. No pudiendo ser traducido por represión ni por repudio decidimos mantener el original que es ya corriente en la jerga psicoanalítica argentina. (N. del T.)
(6) Preferimos mantener el original francés que conserva la connotación erótica perversa que se pierde en el equivalente español. (N. del T.)
(7) Para una mejor comprensión de esta propuesta de Barthes, d. su ensayo "Pierre Loti: Aziyadé", en El grado cero de la escritura I Nuevos ensayos críticos, Buenos Aires, Siglo XXI, 1973. (N. del T.)
(8) Episodes de la vie d'Athanase Auger, publiés par sa niece", en las Mémoires d'un touriste, I, pp. 238–245. (Stendhal, Oeuvres completes, París, Calmann–Lévy, 1891.)
(9) Mercado en los países árabes. (N. del E.)
(10) Es imposible traducir al español la alternancia fonética que se da en el francés y con la que juega Barthes: joue/ jouit. (N. del T.)
(11) El término técnico proviene de las matemáticas y designa la operación que procede por diferencias infinitamente pequeñas. (N. del T.)


Traducción de Nicolás Rosa. Siglo Veintiuno Editores, S.A. Título original: Le plaisir du texte. Éditions du Seuil, París, 1973. Primera edición en español, junio de 1974.


Fuente:http://estafeta-gabrielpulecio.blogspot.com.ar/2009/10/roland-barthes-el-placer-del-texto.html

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